La inestable coalición de Gobierno sobre la que se asienta el poder de la presidenta brasileña Dilma Rousseff está muy descontenta con la salida de cuatro ministros en apenas 72 días, tres de ellos por escándalos de corrupción. Para intentar calmar los ánimos, Rousseff ha transmitido a sus socios que no forzará la salida de más miembros del Gabinete, y que su intención es concentrarse en la agenda social del país. Con este movimiento, la presidenta intenta aplacar la crisis política que vive el gigante sudamericano. La inestable coalición de Gobierno sobre la que se asienta el poder de la presidenta brasileña Dilma Rousseff está muy descontenta con la salida de cuatro ministros en apenas 72 días, tres de ellos por escándalos de corrupción. Para intentar calmar los ánimos, Rousseff ha transmitido a sus socios que no forzará la salida de más miembros del Gabinete, y que su intención es concentrarse en la agenda social del país. Con este movimiento, la presidenta intenta aplacar la crisis política que vive el gigante sudamericano.
De hecho, las últimas sospechas de corrupción, en una espiral incontrolable, se ciernen sobre Gleisi Hoffman, jefa de Gabinete de Dilma y una de sus mujeres de confianza, que podría haber cobrado, según informan medios brasileños, una indemnización ilegal al abandonar la empresa de la presa de Itaipú para dedicarse a la política. Esa indemnización sólo habría sido legal si el despido hubiera sido improcedente, algo que no se da en este caso.
Rousseff atraviesa por un periodo de turbulencias al frente de Brasil. La coalición de Gobierno, formada por once partidos políticos, se resquebraja por los escándalos de corrupción que han hecho caer ya a cuatro ministros en apenas unos meses. La necesidad de mantener la unión con el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), su mayor aliado, choca con la llamada “limpieza ética” con la que Dilma combate las irregularidades y que ha tensado el ambiente.
La situación se ha precipitado porque Rousseff ha cambiado radicalmente de estrategia con la corrupción. Del clima de tolerancia que había reinado con su antecesor, Lula da Silva, se ha pasado a un férreo endurecimiento que ha sorprendido a sus propios allegados y aliados políticos, acostumbrados a recibir la vista gorda por el poder. De ahí que comiencen a aflorar tensiones que podrían pasarle factura a la mandataria, especialmente si la situación con el PMDB se enquistara. Sin embargo, la población apoya masivamente la actitud de la mandataria, que cuenta con una elevada popularidad del 70%.