Un 9 de febrero de 1991, hace 30 años, Perú declaraba estado de emergencia nacional por la epidemia del cólera, la última crisis sanitaria grave en el país antes de la pandemia y que implicó desde la muerte de miles de personas hasta un pánico social por la falta de ceviche, el plato bandera del país.
La epidemia había arrancado en enero, siendo Chancay, un puerto al norte de Lima (centro), la localidad donde empezó todo, según datos de la Librería Científica Electrónica On Line (Scielo, por sus siglas en inglés), que recoge información de médicos peruanos que lucharon contra la enfermedad por aquel entonces.
Aunque de origen incierto, se cree que la epidemia fue una extensión de la pandemia del cólera originada en Indonesia en 1961 y que, probablemente, llegó a Perú con algunos marinos asiáticos contagiados.
LLUEVE SOBRE MOJADO
A inicios de los 90, los peruanos parecían estar atacados por todos los flancos posibles. La hiperinflación de 400% mensual que había dejado el primer Gobierno de Alan García (1985-1990) todavía castigaba la economía local, a pesar de las medidas correctivas del entonces jefe de Estado, Alberto Fujimori (1990-2000).
Por otro lado, el grupo terrorista de extrema izquierda Sendero Luminoso empezaba a cometer sus atentados en la capital, luego de haber dejado una estela mortal en los pueblos de los Andes por una década.
Lima, con 65 millones de habitantes en esa época, seguía siendo la ciudad más poblada del país. Con terrorismo y una economía en ruinas, el peruano pensaba que ya había tocado fondo hasta que llegó el cólera para demostrar que, no importa cuán mal estén las cosas, éstas siempre pueden estar peor.
PROBLEMA DE AGUAS
El cólera es una enfermedad digestiva causada por una bacteria (vibrio cholerae) presente en las heces humanas. Y luego de los casos reportados en Chancay con personas sufriendo diarreas agudas y vómitos que les causaba una deshidratación que podía ser mortal, los siguientes afectados empezaron a aparecer en la capital, activando todas las alarmas para un sistema sanitario que, no muy distinto al actual, sufría una precariedad endémica.
Las autoridades de inmediato detectaron la presencia de la bacteria en el agua de la raquítica red de agua potable local. Se calcula que por ese entonces, sólo el 55% de los hogares en zonas urbanas gozaban de agua potable y apenas un 22% en zonas rurales.
¿El resultado? Una campaña urgente por parte del Gobierno para que la población no beba agua que no esté hervida, así como exhortarla a no consumir alimentos que no estén cocidos pues la bacteria moría a altas temperaturas. Con eso la emergencia era sobrellevable para el no tan disciplinado pueblo peruano, hasta que el asunto llegó al mar.
Esfuerzos de las autoridades sanitarias por conocer más sobre el origen del cólera en Perú hicieron que lanzaran la hipótesis de que la bacteria haya podido ser vertida al mar por marineros asiáticos y, posteriormente, estudios demostraron que las aguas estaban infectadas, con peces y demás especies convertidos en portadores de la enfermedad.
ADIÓS, CEVICHE
Imagine que en la Argentina prohíban el asado, en México los tacos o las pastas en Italia. Bueno, considerando la pasión que caracteriza a los peruanos por su gastronomía, el veto gubernamental sobre el consumo de ceviche, hecho con pescado o mariscos crudos, fue un castigo a lo que más placer y sentido otorga a la vida de los locales, algo que era como una lluvia cruel sobre un pueblo empapado.
Así, la prohibición del ceviche se convirtió en tema de discusión nacional, con voces interesadas alegando que la enfermedad no se transmitía por su consumo, hasta programas de televisión locales ofreciendo alternativas al plato nacional, apareciendo extravagantes y urgidas versiones con pollo, con champiñones o con apio, flacos paliativos para pasar la epidemia con menos padecimiento.
Con las medidas sanitarias incorporadas a la vida cotidiana, tal como ahora con el lavado de manos o la distancia social, la enfermedad se fue atenuando aunque sin dejar una secuela aciaga pues, según cifras oficiales, a finales de 1991 se contaron 322.000 infectados y un saldo de 2.909 fallecidos.
Para 1992, la enfermedad estaba en retroceso y los peruanos volvían a poner ceviche en sus mesas como símbolo del término de un episodio oscuro, sin imaginar que el nuevo coronavirus les probaría nuevamente, décadas después, que cuando crees que las cosas han estado mal, aparece algo que te demuestra que todo siempre puede estar peor. Siempre.