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Centroamérica: aprendiendo a lidiar con ciclones, sin descuidar los terremotos

Tierra de sismos y volcanes, Centroamérica sabe cómo hacer frente a los exabruptos telúricos, pero aún le falta cultura para encarar un problema cada vez más frecuente e intenso: las tormentas y ciclones tropicales.

La recién concluida temporada ciclónica ratificó la elevada vulnerabilidad de la región ante este tipo de fenómenos naturales, y dejó en evidencia los baches de las autoridades locales y la ciudadanía para enfrentar mejor un evento que, a diferencia de los sismos, se ven venir de lejos.

De hecho, lo impredecible de los terremotos hace que la gente los asuma con parsimonia en países como El Salvador, conocido jocosamente como el Valle de las Hamacas por su recurrente mecedera, con cerca de 5.000 movimientos sísmicos cada año.

Por eso cualquiera en esta nación centroamericana es capaz de sentir un temblor y afirmar, sin que se arrugue el ceño ni necesidad de sismógrafo, que tuvo tal o más cuál intensidad, y si lo apuras, hasta te ubica el epicentro y su profundidad.

Sin embargo, esa misma persona no sabe cómo reaccionar ante la formación de una depresión tropical que podría impactar su región quizás en tres o cuatro días. Muchos recurren al más socorrido, fatal y resignado de los conjuros nacionales: «Primero Dios».

Quizás la mentalidad comience a cambiar tras los estragos causados este fatídico año 2020 por las tormentas tropicales Amanda, Cristóbal, Eta e Iota, que entre lluvias, inundaciones, crecidas y aludes dejaron una treintena de muertes en El Salvador, algunas de ellas francamente evitables.

VULNERABILIDAD EXTREMA

La organización no gubernamental Acción Contra el Hambre alertó que el embate de los huracanes Eta e Iota por Centroamérica dejó a la región al borde de una grave emergencia alimentaria, para agravar la crisis provocada por la pandemia de covid-19.

Así, Honduras sufrió tal vez su peor desastre del actual siglo, con las inundaciones en el Valle de Sula; en Nicaragua las consecuencias fueron calificadas de catastróficas; toda una aldea quedó sepultada por un deslave en Guatemala, y en Panamá las pérdidas en las fértiles Tierras Altas fueron millonarias.

Comparado con esos países, las tormentas Eta e Iota fueron relativamente benévolas con El Salvador, pero aquí los suelos estaban tan saturados por los aguaceros del actual «invierno» (época de lluvias), que la más leve llovizna podría desatar un infierno.

Algo así ocurrió en el municipio de Nejapa, donde colapsó una quebrada y la avalancha de lodo y escombros arrasó con un caserío, dejando diez muertos y un desaparecido: cuando pasó la tragedia, todavía Eta no estaba lo suficientemente organizada como para merecer un nombre.

El Observatorio del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales había advertido horas antes sobre las altas probabilidades de desprendimientos de tierra en la zona afectada, pero ni los vecinos ni las autoridades de Protección Civil hicieron algo ante el peligro.

CAMBIAR DE MENTALIDAD

Para el doctor Oscar Picardo, director de Investigaciones de la Universidad Francisco Gavidia, en El Salvador se hace cada vez más necesaria una planificación de largo plazo para encarar fenómenos que solían ser esporádicos, pero que se han vuelto frecuentes por el cambio climático.

«Aquí hemos tenido episodios ciclónicos con un ciclo muy distanciado; por ejemplo, han pasado más de 20 años desde el huracán Mitch, por eso no existe una cultura de respuesta ciudadana, a pesar de los altos niveles de vulnerabilidad», explicó Picardo a Sputnik.

Además, por lo escarpado e irregular del relieve salvadoreño, muchas personas viven cerca de arroyos, quebradas y zonas más proclives a sufrir estragos en caso de crecidas y deslaves, a pesar de lo cual se aferran a esas situaciones de riesgo.

«Sobre todo llama la atención el patrón repetitivo, cómo la gente repite comportamientos: sabemos que es difícil moverte de una zona a otra, pero sabes que si vives a la orilla de un rio, los niveles de riesgo se repetirán», señaló Picardo, una voz autorizada en el ámbito académico regional.

Si a esa falta de cultura se suma la poca previsión y preparación de las autoridades, las circunstancias son propicias para que ocurran tragedias, por eso Picardo insistió en la necesidad de fortalecer un sistema que pueda anticiparse a escenarios cada vez más frecuentes y devastadores.

Además, toda esa inquietud por las amenazas ciclónicas debe ser asumida sin descuidar la reacción a la realidad de los sismos, pues han pasado casi 20 años desde la última gran sacudida, y la estadística indica que cada dos décadas suele darse un fuerte ciclo telúrico en El Salvador.

«El último fue en 2001, ya va tocando otro», comentó Picardo, como si el 2020 no se hubiera ensañado ya lo suficiente con esta convulsa región.

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Tomás Lobo

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