Desde mediados de la década de 1960 se vivió en Uruguay un autoritarismo feroz, suscitado por un proceso de deterioro social y económico y el enfrentamiento de la guerrilla urbana con grupos de extrema derecha, hasta que en 1971, el entonces presidente Jorge Pacheco Areco (1967-1972) encomendó a las Fuerzas Armadas la persecución a los grupos armados de izquierda.
El objetivo se logró ya asumido el nuevo Gobierno de Juan María Bordaberry (1972-1976), sin embargo, en abril de 1972, al otro día de una jornada extremadamente violenta, el parlamento votó el «estado de guerra» y, un año más tarde, Bordaberry, con apoyo de las Fuerzas Armadas, disolvió ambas cámaras legislativas y creó un Consejo de Estado.
El golpe de Estado en Uruguay se caracterizó por los mismos crímenes de derechos humanos que golpearon al resto de los países de la región y la persecución se extendió mucho más allá que a la guerrilla. En paralelo, surgió la resistencia.
EL GALPÓN, UN GRITO PROYECTADO AL MUNDO
En las décadas de 1940, 1950 y 1960 explotó en Uruguay un movimiento que continúa hasta hoy, el del teatro independiente.
Así, en Montevideo, una ciudad que entonces no llegaba al millón de habitantes, la creación de la Federación Uruguaya de Teatros Independientes (FUTI) generó la apertura de más de 15 grupos teatrales -con sus respectivas salas-, en su mayoría conformados por los hijos de inmigrantes que habían llegado a la región escapando de la guerra.
Fue en ese contexto en el que nació El Galpón, resultante de la unión de dos grupos, los de «La isla» y los del «Teatro del Pueblo». Al principio, en un pequeño reducto de paredes de madera y techo de chapas con butacas para 200 personas, que le dio el nombre; más tarde, en una sala mucho más grande, que mantiene hasta hoy, ubicada en la Avenida 18 de Julio, la más importante de la ciudad, con una sala para 650 personas.
«Aquella era una generación que, básicamente, tenía una gran fractura generacional con sus padres, la gente de la posguerra; pero claro, eran jóvenes que decían: «no quiero vivir tu guerra, quiero vivir en paz, quiero hacer mi música», o sea, esa rebeldía que se transforma casi en un enfrentamiento generacional contra los que habían padecido casi hasta dos guerras mundiales», recuerda en diálogo con la Agencia Sputnik el actual director de El Galpón, Héctor Guido.
La historia de El Galpón es, desde sus inicios, una historia de colaboración popular directa. Golpeando puerta por puerta, sus integrantes pidieron donaciones de dinero, botellas vacías, diarios viejos, objetos en desuso para vender y convertir en ladrillos, madera o telas. Luego, sí, se abrieron opciones de asociación del público con el teatro.
La Sala 18 fue inaugurada el 9 de enero de 1969 con el estreno de la obra de Bertolt Brecht «El Señor Puntila y su criado Matti». Un año antes, el mundo se había convulsionado con la guerra de Vietnam, el asesinato del líder Martin Luther King, también la del candidato demócrata Bobby Kennedy, el mayo francés, la matanza de Tlatelolco en México y, en Uruguay, la policía baleaba hasta darle muerte al estudiante Líber Arce, considerado el primer mártir estudiantil, en los violentos estertores de lo que alguna vez había sido una democracia modélica.
«No creo que pueda llamarse democracia a lo que había antes de 27 de junio (de 1973), ni mucho menos, ya estaban suspendidas las garantías individuales, asesinatos de estudiantes en la calle, la tortura ya estaba implementada desde mediados de los 60», afirma Guido.
AÑOS DE PLOMO
«Brecht decía que un escritor es libre no porque puede escribir lo que quiere, es libre en el momento que pasa a ser dueño de las imprentas; bueno, El Galpón pasó a ser libre porque pasó a ser dueño de esta sala en la principal avenida de Montevideo, entonces eso le dio también una particularidad: ser propietario de sus propios medios para poder producir, y eso acompañado de que sus integrantes eran militantes sociales y políticos, porque uno no puede separar la vida personal o el compromiso de lo que somos como individuos de lo que somos como seres en un colectivo», relata.
Entonces, «esos compañeros que integraban El Galpón cuando elegían una obra también básicamente se preguntaban qué decía esa obra para el momento histórico que estaban viviendo».
El Galpón sufrió la detención y tortura de algunos de sus integrantes, pero por fortuna no cuenta desaparecidos en sus filas. Algunos de esos detenidos, una vez que recuperaron la libertad, iniciaron un exilio en México que continuó en esas tierras el proyecto del teatro independiente.
«Creo que ese compromiso, esa alianza permanente con los sectores populares, hizo que El Galpón fuese fácilmente detectado como un enemigo del sistema de aquel entonces. Y ello hasta el día de hoy nos llena orgullo porque efectivamente seguiremos siendo enemigos de todo régimen como el que estamos hablando ahora que se instaló hace 50 años», expresa Guido. «En el decreto se nos declara que, por nuestra actividad marxista, somos ilegales, se decomisan todos nuestros bienes y, hasta la recuperación de la democracia (en 1985), no pudimos recuperar nada».
Sin embargo, la actividad de resistencia durante los años de la dictadura continuó en México, donde la compañía que llevó el mismo nombre realizó un sinfín de funciones y también giras por el mundo, desparramando el grito contenido en Uruguay.
La lucha se repitió en Montevideo y, con Guido como protagonista, se abrieron nuevas salas y se realizaron obras que antes debían pasar por el agudo ojo de censores.
«Un cosa es lo que está en un libro, lo que está escrito, otra cosa es cómo hago la lectura escénica de esa obra. Entonces, de pronto el texto no decía nada y pasaba por la censura de la policía. O decía metafóricamente lo que nosotros queríamos decir, pero de pronto el censurador no hallaba nada riesgoso. Pero luego en el montaje y en nuestra manera de interpretarlo, le dábamos el acento que entendíamos pertinente. Había una gran complicidad del público de entender más allá del lenguaje explícito lo que estaba pasando», rememora Guido.
Fueron los silencios prolongados el mejor aliado de los artistas dentro del escenario, porque, como dice una vieja canción popular uruguaya, «a veces el silencio es la voz de la verdad». Fue aquel grupo de jóvenes a contramano de sus padres los que pelearon su propia batalla, una batalla cultural en la que lo explícito era cosa juzgada y la metáfora un arma indeleble que aún perdura, medio siglo después.