No es que el triunfo de Joe Biden sea una panacea para Latinoamérica, que no lo es, pero decididamente la continuidad de Donald Trump cuatro años más representaba una alternativa mucho peor, sobre todo para países como México, Cuba o Venezuela.
El presidente número 45 no había viajado nunca a la región, a excepción de la obligatoria cumbre del G20 que se celebró en la capital argentina en 2018. No le interesaba mucho esa parte del planeta. Prácticamente nada. Su objetivo inicial, casi una obsesión, fue levantar un muro contra la inmigración en la frontera con México.
Trump llegó a descuidar, incluso a maltratar, las relaciones con Colombia, un histórico aliado, cuando acusó no hace mucho al presidente Iván Duque de permitir que llegase más cocaína a Estados Unidos. Ya no podrá mostrar esa actitud de abierto desprecio y desinterés.
Esa tendencia prepotente quedó patente cuando Washington impuso en junio de este año a su asesor económico Mauricio Claver-Carone como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), rompiendo así una tradición de seis décadas, ya que el BID, que se dedica a financiar grandes proyectos de desarrollo económico, social e institucional en Latinoamérica, siempre había sido dirigido por un latinoamericano. Claver-Carone nació en Florida, de padre español y madre cubana, y es abiertamente anticastrista y antichavista.
Los primeros analistas ya hablan de que la llegada de Biden a la cima simboliza una nueva era marcada por el deshielo, la moderación y el talante negociador.
Cuidado con la euforia inicial. Es posible que, de verdad, asistamos en breve a un cierto cambio en la manera de hacer las cosas, pero no hay que olvidar tampoco que el presidente electo es un viejo miembro del ‘establishment’ y que defenderá unos intereses geoestratégicos y económicos muy determinados que chocarán, sin duda alguna, con los de otras naciones latinoamericanas alejadas de sus planteamientos ideológicos.
Es previsible, por ejemplo, que quiera aplicar el Tratado de Libre Comercio firmado entre EEUU y México y que negoció precisamente el equipo de Trump.
Mucho podrían y deberían cambiar las relaciones bilaterales con México, donde el presidente Andrés Manuel López Obrador tuvo que soportar de Trump numerosos desaires diplomáticos.
Biden, que va camino de cumplir los 78 años, puede continuar el proceso de apertura que inició Barack Obama tras su histórica visita a la isla caribeña en marzo de 2016. Todos los avances que se habían logrado entonces habían quedado archivados y congelados.
También es factible que el próximo inquilino de la Casa Blanca apueste por una solución negociada en Venezuela y se olvide de las bravatas y las amenazas militaristas de la Administración saliente.
O que ponga en marcha un millonario plan de desarrollo para mejorar las duras condiciones económicas que atraviesa el Triángulo Norte de Centroamérica, formado por Guatemala, Honduras y El Salvador, la zona de donde suelen proceder las caravanas de inmigrantes que sueñan con cruzar las aguas del Río Bravo y buscar un futuro.
Lo cierto es que Latinoamérica tiene sólidas razones para desconfiar de EEUU pues siempre se ha comportado en la región como una potencia imperialista, lanzando operaciones encubiertas de la CIA, apoyando golpes de Estado o incluso dirigiendo invasiones militares.
Los cuatro años de Trump no han hecho sino fortalecer estos profundos sentimientos antiestadounidenses. La Casa Blanca, gracias al entonces consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, revitalizó la famosa Doctrina Monroe, cuyo lema es «América, para los americanos», afirmando su presunto derecho a intervenir en Latinoamérica para así contrarrestar la creciente influencia de Rusia y China, algo que paradójicamente es lo que ha terminado ocurriendo.
El recorrido de Biden como número dos de Obama hace presagiar cierto optimismo moderado. Ha pasado décadas trabajando en la región –nada menos que dieciséis viajes en ocho años como vicepresidente–, conoce bastante bien Latinoamérica. Gracias al mandato de las urnas, ahora va a disponer de la magnífica oportunidad de reconstruir la nefasta imagen que su país tiene en el resto del continente.
Viajando a bordo del avión Air Force Two, Biden representó a su patria en ceremonias de toma de posesión de presidentes latinoamericanos como la del guatemalteco Jimmy Morales en 2016. Antes de volcarse en la carrera presidencial junto a Obama, lideró el Comité de Relaciones Exteriores del Senado en dos ocasiones, entre 2007 y 2009 y entre 2001 y 2003, siendo miembro del Comité desde 1997. Fue elegido para la Cámara Alta en 1972 por Delaware y pasó seis pruebas electorales con más o menos el 60% de los votos. Todos estos datos avalan su experiencia y legitimidad, al menos sobre el papel.
En su primera visita como vicepresidente allá por 2009 en Santiago, Biden declaró: «Se ha acabado el tiempo cuando EEUU dicta unilateralmente, el tiempo cuando sólo hablamos y no escuchamos». Veremos qué queda de esas palabras, de esas buenas intenciones ahora que llevará el timón de la nave. Los restos se presentan enormes.
La percepción de Latinoamérica hacia Estados Unidos es mayoritariamente negativa, similar a las que se produjo durante la era Bush en los años 2000, y ha ido cayendo en los últimos años a un ritmo pronunciado. Por ejemplo, en 2015, el 66% de los mexicanos tenía una visión positiva de sus vecinos del norte, pero dos años después sólo llegaba al 30%.
Trump consiguió polarizar más las posiciones encontradas entre los gobiernos de derechas de América Central, Brasil y Colombia, y los de izquierdas de Venezuela, Cuba o Nicaragua. En este complejo panorama regional, Biden deberá combatir las lógicas suspicacias. Tendrá que ir por la vía de la conciliación y el respeto, sin imponer ni coaccionar. Sólo así podrá reconstruir los puentes seriamente dañados.
Es razonable suponer que la Presidencia de Biden enfatizará en el diálogo multilateral para abordar temas capitales como el cambio climático, la lucha contra la pandemia y la recuperación económica; esa nueva tendencia será una novedad para los líderes latinoamericanos acostumbrados con Trump a ser ignorados, presionados o amenazados para capitular a las exigencias de Washington.
Resta por ver la eficacia, la voluntad, el margen de maniobra de este jefe de Estado todavía in pectore, que jurará su cargo el 20 de enero de 2021, es decir, en un plazo superior a los dos meses. El reto que le espera es formidable.
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¿Biden, un cambio de tendencia para Latinoamérica?
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