«Se trata de recuperar un pedazo de la historia, de la política, de la cultura y de la música argentina , porque por esta esquina pasaron los mayores exponentes de cada uno de estos rubros en la historia del siglo pasado», explica en entrevista con el secretario técnico de la comisión bicameral a cargo de la restauración, Ricardo Angelucci.
EMPEZÓ CON UN MOLINO
Era 1849, cuando un genovés instaló el primer molino harinero con el que contaría la ciudad de Buenos Aires en la plaza situada frente al Congreso nacional. El negocio, que funcionó por 20 años, abastecía la Confitería y Panadería Central emplazada a pocos metros, en la esquina de las calles Federación y Garantías -hoy la avenida Rivadavia y la calle Rodríguez Peña.
Dos pasteleros de la región italiana de Lobardía (noroeste), Cayetano Brenna y Constatino Rossi, compraron el local en 1868 y le cambiaron el nombre por «Confitería del Molino». La ciudad, por entonces, apenas sobrepasaba los 400.000 habitantes. Con la idea de imbuir a Buenos Aires del «progreso» que destilaban las ciudades europeas, y con París como modelo, se traźo la Avenida de Mayo, el primer bulevar que tendría una ciudad sudamericana.
En 1905, con la construcción de la Plaza del Congreso, unida a la Plaza Lorea, la confitería se trasladó unos metros hasta su actual ubicación, en la intersección de la Avenidas Rivadavia y Callao.
Tras adquirir los inmuebles contiguos y demoler el viejo local, en 1915 comenzó a levantarse el nuevo edificio de la mano del arquitecto Francisco Gianotti, que importó, a través de un hermano suyo que vivía en Italia, la mayoría de los materiales que hoy engalanan el edificio y que lo convirtieron en ícono del art nuveau, la corriente de renovación modernista de finales del siglo XIX y principios del XX que marcó la Belle Époque.
La Confitería del Molino fue inaugurada en el centenario de la independencia de Argentina, el 9 de julio de 1916. Con seis plantas y tres subsuelos, el palacio fue admirado por sus mármoles, bronces, cristalerías, vitrales italianos y mosaicos opalinos. Bajo la cúpula en aguja de uno de los edificios más altos de la capital argentina, cuatro aspas recordaban el antiguo molino harinero.
Desde su esquina privilegiada, frente al Congreso, la confitería ingresó en los anales de la historia argentina. Conocida como la «Tercera Cámara», por ser espacio de encuentro entre senadores y diputados nacionales, fue también frecuentada por el político Lisandro de la Torre, los escritores Leopoldo Lugones y Roberto Arlt, y el poeta Oliverio Girondo, quien la homenajeó así: «Las chicas de Flores tienen los ojos dulces / como las almendras azucaradas de la confitería del Molino».
En el año de la revolución bolchevique, Brenna creó allí el postre «imperial ruso», a base de merengue francés con crema de mantequilla y almendras, al igual que el «leguisamo», un hojaldre con bizcochuelo cubierto de castañas confitadas y merengue que le pidió el cantante Carlos Gardel para agasajar al legendario jockey uruguayo Irineo Leguisamo.
DEL DECLIVE A SU RENACER
El primer golpe de Estado de la historia argentina, que derrocó en 1930 al presidente Hipólito Yrigoyen durante su segundo mandato (1928-1930), también se llevó por delante el inmueble, que fue incendiado. Casi un año demandó su reconstrucción, pero con la muerte de Brenna en 1938, la confitería resbaló hacia un ocaso del que no saldría hasta casi un siglo después.
La quiebra de la confitería se produjo en 1978, bajo el rigor de la última dictadura (1976-1983), pero sus puertas solo se cerrarían casi veinte años más tarde, en 1997. Ese mismo año fue declarado Monumento Histórico Nacional, y en 2000, la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, lo consideró patrimonio histórico del art nouveau y la vanguardia de la Belle Époque.
Pero solo en 2014, durante el Gobierno de Cristina Fernández de Kircher (2007-2015), se declaró su utilidad pública y se procedió a su expropiación.
En 2018, a través de la Comisión Administradora del Edificio del Molino, el Congreso tomó posesión del inmueble e inició una paulatina restauración de la Confitería del Molino, junto con el Gobierno nacional y el de la ciudad de Buenos Aires.
Con una restauración avanzada en un 70 por ciento, la confitería reabrió sus puertas el 8 de julio, por primera vez en el año, para que el público visitante recorriera la planta baja, el primer subsuelo, donde funcionaba la cocina, y el salón del primer piso.
Pero la confitería apenas ocupa un tercio de la edificación, que tiene más de 7.000 metros cuadrados. El resto presenta «un alto grado de deterioro y riesgo de derrumbe, así que las obras no son infinitas, pero sí de un volumen importante», admite el secretario de la Comisión.
La expectativa es que la confitería sea concesionada el año que viene para que alguna empresa invierta en su puesta a punto, se responsabilice de su explotación y el lugar vuelva a recobrar su impronta histórica. También será aprovechada la terraza, que antes no era accesible y hoy permite admirar la cúpula del edificio y la del Congreso.
El resto del inmueble podría albergar, a futuro, museos y espacios culturales, pero, de momento, las partidas asignadas que se renuevan año a año, junto con el presupuesto nacional, no permiten abarcar más. «La demanda que tiene el edificio es incalculable, de manera que los ambientes que no son de la confitería quedarán pendientes para su restauracion más adelante», reconoce Angelucci.
Lleve más o menos tiempo, la Confitería del Molino renace con la vocación de ser de acceso público. «Es un edificio que permite mostrarle a la ciudadanía lo que eran las aspiraciones de la clase media argentina, que a principios de siglo XX imaginó semejante magnificiencia en un inmueble que recoge buena parte del los estilos de vanguardia de la Europa de aquel momento», concluye Angelucci.